Los colores morado y verde se han convertido ya en una mezcla difusa pero heterogénea en mis ojos. Paso sobre las plantas a una velocidad de vértigo, por lo que el paisaje no es algo que pueda disfrutar, mas la monotonía y eterna sucesión de colores debajo de mí generan en mi mente una sensación de calma.
Vuelo. Toco el cielo y bajo de nuevo, porque soy libre, porque soy yo.
Vuelo. Porque la vida es una y pasa muy rápido, así que decido ir tan rápido como ella.
Vuelo. Subo y bajo en delicadas curvas, y todo es tenso, frágil e inigualable.
Y vuelo. Mi mente flota y se mueve a la velocidad del viento. Acaricio las nubes y saludo a los pájaros, planeo entre los árboles y vuelvo al cielo abierto.
Lavanda es la causante de ese color morado. Puedo olerla, su fuerte fragancia, un campo lleno de ellas. El verde es por las hojas y tallos y casi puedo aspirar el polen suspendido en la atmósfera.
El aire fresco humedece mi cara y pequeñas gotas de agua se acumulan doquier. El día es fresco, y fresco me siento; cuando vuelo puedo ser yo, cuando vuelo no hay límites.
Soy como un río en el cielo. El agua en la tierra me hace sentir igual de fluido cuando la miro y vuelo, porque estoy flotando sobre el planeta y soy parte eterna de él, por siempre diluyendo mis emociones en las corrientes de aire que circulan a mi alrededor y juegan conmigo: unas me suben, otras me bajan, otras me llevan a una velocidad mareante.
Y a pesar de todo desearía poder ser una piedra en ciertas ocasiones. Cuando dejo el campo de lavanda y me encuentro surcando la atmósfera de laa montañas, anhelo lo firmes que son en sus convicciones, lo fácil que les es quedarse en un lugar y lo cómodas que se ven. No obstante una montaña no se puede mover. Es lo que recuerdo cuando cruzo a través de ellas y llego a un dorado campo de trigo, donde sé que pronto habra un molino solitario precedido por un río y el paisaje cambiará debido al tamaño de la obstinación y terquedad de la montaña. Pues lo primero que notas es una inmediata fascinación de sus creencias, mas la inmensidad con la que las sostiene sofica al hermoso aire, lo seca y deja un desierto a su paso. Mi pobre corazón no sabe si partirse de dolor o sobrecogerse de la emoción, porque el desierto es cruel, caliente y frío, lastimero y oculta secretos. Pero es aún más hermoso que el campo de trigo. Es más dorado, más sorprendente, más inmenso. Y yo no volaré sobre él.
Seguí volando, rodeando al desierto para no manchar su hermosura, y encontré un valle como muchos. Vi cómolos pájaros surcaban olas enfurecidas e invisibles que los querían detener, y las valientes aves las enfrentaron para no rendirse a una muerte segura. Oí el canto del viento en arcos, escuché los susurros del mar y sentí las vibranciones de la tierra cuando por fin me detuve junto al volcán, al final de mi travesía y siendo ya de noche.
Este era mi cometido. Plegué mis alas en mi espalda, entumida por el largo viaje, y caminé hacia la orilla del cráter ardiente. Por fuera hacía demasiado frío, pero sabía que dentro el frío era un lujo.
Caminé al cráter, e hice como las estrellas me dijeron. Me dejé caer de espaldas para poder seguir viéndolas por última vez, solté de nuevo mis alas, abrí los brazos y solte la bolsa gigante de hielo que venía cargando desde los glaciares, antes fel eterno mar donde mi primera vista de la tierra fue un hermoso campo de lavanda. Lo había visto una vez, pero no lo observé porque no se avecinaba mi fin y supuse tendría todo el tiempo del mundo. No lo sabía entonces, que yo y otros 6 sujetos sellaríamos volcanes para alterar la tierra a futuro, pero eso consumiría nuestras alas y quedaríamos atrapados en la roca recién solidificada.
Di vueltas por el cráter, lo más cerca posible como las estrellas dijeron, soltando los hielos para que estos no se derritieran en la caída. Era extraño cómo no se derretían por el simple hecho de estar junto a la lava del volcán. Luego cayó un rayo del cielo en el centro del cráter, habiendo yo depositado mi total de 20 bloques de hielo, y el rayo tembló y se expandió dentro del cráter. La roca comenzó a extenderse en grandes volúmenes en la capa exterior, y la luz la jaló hacia el centro. Pronto el cráter estaba sellado, por roca y por luz de luna, y yo me sentí desfallecer.
Cuando caía, me pareció ver que flotaba de nuevo. Logré atisbar jirones de lo que pasó después cuando el rayo me jalaba hacia un acantilado, donde ya estaban tres de los siete voladores que sellaríamos los cráteres. Cuando el séptimo llegó, el alba asomaba tímidamente en el horizonte, y un cometa partía el viento sobre la tierra mientras se dirigía al acantilado. La luna, con aus gentiles rayos, nos empujó a los siete moribundos hacia el vacío, y caímos sobre el cometa pero nadie sintió nada que no fueran esperanzas para el futuro y una pronta recuperación.
Desde entonces ya no surcamos los cielos porque nuestras alas aún no se recuperan, pero surcamos el espacio, los siete juntos, observando maravillas y esperando el tiempo perfecto para volver y cumplir nuestro destino.